-Todos tenemos que morirnos, señor Zimmer, me dijo.
¿Qué le hace pensar que se va a morir en un avión? Si nos fiamos de lo que dicen las
estadísticas, tiene usted más posibilidades de morirse sentadito en su casa.
-No he dicho que tuviese miedo a la muerte, puntualicé, sino que me daba miedo subirme a un
avión. Que no es lo mismo.
-Pero si el avión no se va a estrellar, ¿por qué se preocupa usted?
-Porque ya no tengo confianza en mí mismo. Tengo miedo de perder los nervios, y no quiero dar
un espectáculo.
-Me parece que no le entiendo.
-Me imagino que subo al avión y, antes de llegar siquiera a mi asiento, me vengo abajo.
-¿Que se viene abajo? ¿En qué sentido? ¿Se refiere a venirse abajo mentalmente?
-Sí, me vengo abajo delante de cuatrocientos desconocidos y pierdo la cabeza. Me vuelvo loco.
-¿Y qué se imagina que hace?
-Depende. Unas veces grito. Otras, me pongo a dar puñetazos a la gente en la cara. Otras, voy
corriendo a la cabina de mando y trato de estrangular al piloto.
-¿Y nadie se lo impide?
-Claro que sí. Se aglomeran a mi alrededor, forcejean conmigo y me tiran al suelo. Me dan una
paliza de muerte.
-¿Cuándo fue la última vez que se metió usted en una pelea, señor Zimmer?
-No me acuerdo. De niño, supongo. Cuando tenía diez o doce años. De esas cosas que pasan
en el patio del colegio. Por defenderme del matón de la clase.
-¿Y por qué piensa que va a empezar a pelearse ahora?
-Por nada. Sólo tengo ese presentimiento, eso es todo. Me da la sensación de que si algo me fastidia
un poco, no voy a poder contenerme. Puede pasar cualquier cosa.
-Pero ¿por qué en los aviones? ¿Por qué no tiene miedo de perder el dominio de sí mismo en
tierra firme?
-Porque los aviones son seguros. Todo el mundo lo sabe. Los aviones son seguros, rápidos y
eficaces, y una vez que estás en el aire, no puede pasarte nada. Por eso tengo miedo. No
porque crea que me voy a matar..., sino porque tengo la seguridad de que no me voy a matar.
-¿Ha intentado suicidarse alguna vez, señor Zimmer?
-No.
-¿Lo ha pensado alguna vez?
-Claro que lo he pensado. Si no, no sería humano.
-¿A eso es a lo que ha venido? ¿Para marcharse de aquí con la receta de una droga agradable
y eficaz que le permita suicidarse después?
-Lo que busco es la inconsciencia, doctor, no la muerte. Las pastillas me harán dormir, y
mientras esté inconsciente no tendré que pensar en lo que estoy haciendo. Estaré y al mismo
tiempo no estaré allí, y en la medida en que no esté allí, estaré protegido.
-¿Protegido de qué?
-De mí mismo. Del horror de saber que no va a pasarme nada.
-Espera usted un vuelo tranquilo, sin incidentes. Sigo sin ver por qué tiene miedo.
-Porque lo tengo todo a mi favor. Voy a despegar y aterrizar sano y salvo, y una vez que llegue a
mi destino bajaré del avión vivito y coleando. Mejor para mí, dice usted, pero con eso no haría
sino escupir en todas mis convicciones. Insulto a los muertos, doctor. Reduzco una tragedia a
una simple cuestión de mala suerte. ¿Me entiende ahora? Le digo a los muertos que han
muerto para nada.